Escribe un socialista y un federalista sin posibilidad de retorno, a raíz del debate siempre abierto, pero nunca suficientemente trabado, sobre el establecimiento de un hipotético y definitivo sistema político federal en el cual se pudiera dar cabida a las diferentes reclamaciones propuestas por los diferentes territorios que constituyen el actual Estado Español. Quiero hacerme eco, primero, de las dos únicas ocasiones en la presente campaña electoral durante las cuales he podido escuchar y leer seriamente diversas opiniones a favor de la opción federal: algunas alocuciones de candidatos vascos en el encuentro organizado por el segundo canal de la televisión catalana, dirigido por el periodista Ramon Rovira; y, un artículo publicado por el Conseller de Justícia, Josep Maria Vallés, en el periódico El País. Después de observar y reflexionar mucho quiero creer que amplios sectores del Partido Nacionalista Vasco y de Eusko Alkartasuna, así como la mayoría de votantes y afiliados del Partido Socialista Vasco-Euzkadiko Ezquerra, de Ezker Batúa (léase, si es que aún se puede, Izquierda Unida del País Vasco) e, incluso, del Partido Popular, éste último tradicionalmente ligado a un discurso centralista de la construcción del Estado, serían capaces de discutir “la unidad desde el respeto a la diferencia”, una forma de conjugar al unísono el dilema centro-periferia.
La mayoría de la población vasca, gente de paz, inteligente, tranquila y con ganas de llegar a una solución, a “su problema”, que no significara una ruptura en dos del bello país que habitan, estaría, según mi teoría, capacitada para asumir los retos del federalismo, “dar y recibir de la forma más ecuánime posible”, con la sensación de que no exista discriminación alguna, ni “gato encerrado”. Sólo aquel diez por ciento que persiste en cualquier sociedad sería el realmente capaz de anteponer su ideología y meta política particular a la posibilidad de que “la mayoría saliera beneficiada sin que nadie en particular ganara totalmente la guerra”. Es “el diez por ciento” de románticos históricos que mienten cuando dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor ya que el futuro nos abre seguramente esperanzas insaciables de progreso gracias a la paz (que es la no existencia de ETA). Es “el diez por ciento” que suman, entre otros votantes abertzales, la antigua Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, la plataforma prohibida Todas las Opciones o el Partido Comunista de las Tierras Vascas, que no representan a nadie más que a ellos mismos, o sea, poco (¡si el resto de los partidos del espectro vasco se pusieran de acuerdo son una auténtica minoría!). Pese a que un gobierno en Madrid encabezado por un Presidente moderado del tipo de José Luis Rodríguez Zapatero pudiera abrir la puerta a la negociación sobre la organización de un referéndum vasco sobre su libre autodeterminación, seguramente éste no resultaría un óptimo de satisfacción ni para “los unos” ni para “los otros” de los extremos vasquismo-españolismo. El “mejor mal menor” empezaría negociando un proyecto federal de verdad en el cual pudieran darse soberanías compartidas. Eso sólo lo podría hacer una sociedad que casi roza la autodestrucción, es capaz de generar autocrítica y decide regalar a sus primogénitos un futuro mejor sin horizontes más allá de la felicidad. Entre todos, deberíamos hacerles darse cuenta, a “los fundamentalistas”, de un lado y del otro, sobre el hecho de que el egoísmo que caracteriza su ultranacionalismo no oxigena y provoca asfixia, al mismo tiempo que deberían reconocer éstos que himnos y banderas no aseguran directamente el bienestar. Si un día pasado pudimos abandonar el comunismo, deberíamos hoy saber abandonar el tipo de nacionalismo cuya única meta reside en lograr la independencia política, entre otras cosas porque podemos aprender de experiencias positivas como representan los sistemas pactados en la República Federal Alemana o en los Estados Unidos de América. No resulta bueno que Euskadi se vea obligada a compararse con sufrimientos similares, en el caso de Irlanda del Norte o Palestina, por citar dos ejemplos. Quién renuncia a un deseo privado por una conveniencia colectiva no puede ser más que buena persona y en el País Vasco conviven muchas buenas personas enfrentadas (lo cual es difícil de entender). Todos estamos cansados de tantas muertes inútiles pudiendo adoptar vías intermedias. Así esperemos que sea la opción vasca. Finalmente, porque no puede ser de otra forma, debo recordar ahora que la concepción filosófica y política del federalismo, como mínimo en España y Catalunya, fue siempre patrimonio de “la izquierda”, y, más concretamente, de unos partidos determinados que van desde Pi i Maragall hasta nuestros días. Esto último que sirva sólo a nivel de información y de homenaje gratuito. Deseando no lamentar el hecho de no haber introducido con suficiente esmero el debate sobre el federalismo en la recién campaña autonómica me despido atentamente.
(ABRIL DE 2005)
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