18 de Julio: Barcelona, Madrid, Miami, Santo Domingo.
Toda una premonición, de camino al Aeropuerto del Prat nos hemos cruzado con una motocicleta cuya matrícula reza 1942. Y es cierto, por primera vez voy a cruzar el gran charco y voy a que me conquisten las Américas, o, al menos, esa es mi voluntad.
El horóscopo no me ha presagiado un buen viaje lo que va a confirmar mi tradicional abstinencia astrológica.
En Barajas más de cinco horas esperando antes de partir de nuevo.
En Miami gozamos de un pequeño descanso en la sala de espera o de concentración desde la cual se distribuyen los pasajeros según su destino latinoamericano. Realmente impacta Miami de noche. Derroche de luz.
Por fin he avistado la costa de mi isla, la costa de la República Dominicana. Cuatro líneas paralelas de espesa vegetación tropical la atraviesan de este a oeste. En la llamada Cordillera Central se alzan las montañas más altas de las Antillas, lo demás todo son planicies, rectángulos de parcelas, pequeñas carreteras, senderos lineales e inacabables, algunos ríos como el Yaque o el Antibonito.
Ahora, la orilla sur de la isla. La República Dominicana limita al sur con el mar Caribe y al norte por dónde hemos llegado se haya el Océano Atlántico. La pista de aterrizaje se me hace inacabable desde su inicio al lado mismo de los arrecifes que la bordean.
Ya piso suelo dominicano. Llueve bastante intensamente, aunque eso es normal en estas latitudes y a esta hora (las seis y media de la tarde). La temperatura es de treinta grados centígrados; también lo podríamos haber previsto.
Lo que más me sorprende en este momento es la efusividad de los saludos y abrazos que se intercambian familiares al reencontrarse. La tripulación del avión era mayoritariamente de color y muchas mujeres iban acompañadas de sus respectivas parejas de origen europeo, sobre todo, italianos y españoles. Pienso que puede tratarse de aquellos que en su día viajaron al Caribe, como se dice aquí, a “comprar” esposas. Ahora llegan de vacaciones. Todos muy bien vestiditos, pero ellas destacan por su elegancia despampanante y exagerada, por sus pinturas, labios, caderas y ropas ajustadas. Todo el mundo aplaude.
Pasamos los controles aduaneros y compramos la tarjeta de turista por diez dólares. Pagar en dólares permite elevar la cantidad de divisas y su valor evidentemente se cotiza más que el del peso. Británicos, daneses, italianos y holandeses no necesitan hacer tal operación. Recogemos las maletas y vemos que nos falta una. Debemos reclamar. Fuera ya de la vista de militares y policías, por cierto vestidos y con una actitud muy despreocupada y a la vez graciosa, nos encontramos con Pilar Cachufeiro, una teresiana española que reside en Santo Domingo desde hace año y medio. En casi todos los aeropuertos de América Latina sucede lo mismo, muchos niños, gente que se ofrece a ayudarte, a cambio de una buena propina, claro está, chóferes y guías de hoteles, taxistas, vendedores…
Cargamos paquetes y bultos nosotros mismos. Le ofrecemos algún peso a algún niño que nos ha seguido. Otros se ofenden. Víctor, el chófer de una camioneta Datsun muy moderna, nos llevará hasta nuestros nuevos hogares a instancias de Pilar.
Tomamos la Autopista de las Américas y el paisaje me recuerda al Miami Beach que veía por televisión en España. Palmeras a ambos lados del asfalto, playas, mucho tráfico y, sobre todo, muchas cervecerías y locales de baile. La música empieza a sonar.
Llegamos a Santo Domingo, la capital tan deseada y nombrada, por el Monumento al Padre de la Patria Duarte. Todo lo importante en la ciudad se llama Duarte. Seguimos y cruzamos el río que divide la ciudad hasta llegar a la Avenida 17. Se trata de una gran calle con mucha circulación y ambiente. Pilar me dice que está situada en medio de los barrios de Gualey y de Los Guandules, dos de los más humildes, a la vez peligrosos, de la ciudad. Me hace bajar de la camioneta, ahora ranchera, y me acompaña por un pasillo estrecho al lado de un colmado en el que un puñado de jóvenes beben cerveza y de paso nos miran con curiosidad. Entro en una casa y me presentan la familia con la que deberé convivir a partir de hoy mismo. La ama, doña Carla. La hija, Sandra. Su hermana, Helena. Más tarde conoceré a los otros tres hermanos, David, Luis y Juan Carlos, y a Angie, que no sé exactamente quién es. Luego me aprendo el nombre de los niños pequeños: Misaury, Diledni, Luis Enrique… y me olvido al cabo de un rato. ¡Qué revolución! ¡Increíble!
La cena ha sido preparada con tiempo: “asopao”, entre otras cosas, o lo que es lo mismo, “arroz con pollo”. Llega el padre y enseguida me doy cuenta de la persona admirable que es, calla y sonríe, sencillamente. Espero un poco más tarde para entregar los regalos. Les han gustado y sé que tales objetos pasarán a formar parte de la decoración desordenada y querida de la casa.
Pido la cama, pero aún antes me invitan a un vaso de vino dulce de la marca Caballo Blanco, muy apreciado aquí, y a un vaso de café amargo. Me doy en seguida cuenta de que la habitación que han guardado para mí es dónde hasta el día de hoy ha dormido el matrimonio. Es un lujo inmerecido y una cortesía hacia mi presencia, por lo que no puedo más que agradecer su hospitalidad y señalar la existencia de un buen abanico que me va a proteger del calor que persiste durante la noche. Hasta mañana.
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